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Opinión

En la vía del profesionalismo

Ya han pasado más de 20 años de profesionalismo en el rugby, la IRB (actualmente World Rugby) decretará el fin de la obligación de amateurismo para los jugadores del noble deporte y eso el 14 de agosto del año 1995.

Por Tata NAVARRO

Con el ojo aún puesto en el Mundial del 95 en Sud África y que arrojara buenos resultados financieros, Rupert Murdoch, un magnate de la prensa, del cine y la televisión, propone en el mes de junio de 1996, luego de algunas anteriores tentativas poco ordenadas, 550 millones de dólares anuales a las federaciones australiana, neozelandesa y sudafricana, a cambio de los derechos exclusivos de televisión, con el fin de organizar (esencialmente para las señales de televisión del magnate) sus propias competencias: un Tri – Series y un Top 12 interprovincial. El Tri Nations tendrá su primer partido el 6 de julio de 1996 entre Nueva Zelanda y Australia para un resultado de 43 a 6 en favor de los Blacks. Es el kick off oficial del profesionalismo, el que se ha ido acentuando hasta nuestros días.

Quisiéramos dar cuenta un poco del impacto de la profesionalización en un país como Francia, que según los entendidos, a nivel europeo posee el campeonato de rugby profesional más importante; constituyendo una realidad muy diferente comparada con lo que ocurre en nuestras latitudes. Nos basamos en un artículo de prensa aparecido en Le Monde. La lectura de un trabajo de Jean-Bernard Marie Moles también nos dio luces.

«Antes de 1995, ya ganábamos un poco de dinero gracias al rugby, pero no era nuestra actividad principal, más bien era un bonus. Nos dábamos la mano con nuestros presidentes, nada de contrato, nada oficial, funcionaba más bien a la manera de primas por partido”, recuerda Emile Ntamack, un antiguo jugador del XV galo.

Una mutación se producirá entonces en el alto nivel competitivo en Francia donde la estructuración se acelera en el verano de 1998 con la creación de la Liga Nacional de Rugby a cargo de los campeonatos profesionales: Top 14 y Pro D2. “Hay muchísimo más rigor ahora. Me acuerdo de que antes se servía vino tinto en el almuerzo que precedía el partido. Ahora, eso no es posible”. Son dichos del entrenador de Escocia, Vern Cotter antiguo jugador en Francia en los años 90 y luego entrenador del Clermont campeón en 2010.

Una vez profesional, Emil Ntamack tuvo que abandonar sus estudios que debían convertirlo en profesor de deportes: “Comenzamos a sentir la evolución cuando las cadencias de entrenamiento aumentaron. Pasamos de dos entrenamientos semanales a casi dos sesiones diarias. Y si hoy día un entrenador fija una sesión suplementaria, todo el mundo deberá acatar, nadie dirá que tiene que ir al dentista o algo por el estilo…”

El segunda línea del Montpellier Robins Tchale-Watchou, presidente del sindicato de jugadores profesionales franceses, testimonia sobre la profesionalización: “Al comienzo de mi carrera, cuando ibas a hacer fierros una vez por semana, eras casi un extraterrestre; los entrenadores decían que no servía de nada y temían que eso nos hiciera perder la habilidad de juego. Mientras que ahora debemos efectuar dos o tres sesiones de musculación por semana, y continuar a entrenarnos durante las vacaciones.”

Como resultado de la profesionalización, se produce una “robotización, una industrialización del cuerpo, como receptáculo del proceso de entrenamiento. Es más, los jugadores se entrenan todos ahora con GPS entre los omóplatos para racionalizar mejor sus movimientos”, según Daniel Herrero, ex entrenador del Rugby Club de Toulon.

El tiempo de juego efectivo ha doblado desde los años 90 para pasar de 20 a 40 minutos en un partido que dura 80 minutos. Cadencias de juego que llevan a los jugadores al límite de lo realizable.

En copas del mundo, el promedio de peso de un jugador de rugby pasó de 91,4 kilos en 1987 a 104,4 kilos en 2011. Y la altura promedio de 1,85 en el 87 a 1,88 en el 2011.

El nivel de impacto ha ido variando; no es comparable un jugador de 90 kilos que llega a 20 km/h a otro de 110 kilos corriendo a 30 km/h.

Así como los cuerpos se han ido transformando, el juego también ha cambiado de fisonomía y según Daniel Herrero: “La transformación social e institucional del juego del rugby ha opacado nuestro potencial creativo”.

Antes de buscar el desface, antes de querer filtrarse por los espacios libres, cada vez más, según él, los jugadores renuncian a toda fineza: “¡Cuándo una muralla se encuentra frente a ellos, no tienen ninguna reflexión, ninguna psiquis de interrogación, ninguna hipótesis, se lanzan directo delante, de manera brutal, para no decir neanderthaliana! Pues ahora sólo la victoria cuenta.”

Este entrenador de rugby atribuye esta “extrema tensión” a “toda la mediatización, a todas las lógicas económicas del que hace objeto el campeonato francés”. Sometidos a la obligación de resultados para continuar a atraer sus sponsors, los clubes definitivamente se han convertido en empresas. Empresas que buscan optimizar sus beneficios multiplicando el número de partidos (de ahí la creación de la Copa Europea desde 1995), en estadios cada vez más grandes con el objeto de recibir un mayor número de espectadores, tener más sponsors, atraer más periodistas.

Es claro que de esta forma una división al mismo tiempo se va acentuando, se va perfilando. Por un lado, un rugby de elite, por el otro un rugby amateur donde cualquiera tiene lugar. Por un lado, un rugby espectáculo, estelar, televisual, por el otro un rugby anónimo, festivo, amistoso en el que el amateurismo continúa siendo un valor esencial y que hay que defender y preservar.

Habrá países en los que difícilmente o nunca se dará el profesionalismo y otros, en que, en el alto nivel, convive el rugby amateur con el profesional, no sin dificultad como es el caso de Argentina.
El desafío: Cómo conciliar ambas esferas de un mismo mundo que se está presentando cada vez más disociado.

En la imagen: Lucien Mias y Clem Thomas luego de un Francia – Gales, año 1959.

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